martes, 28 de enero de 2020

Aquella noche

Aún recuerdo aquella vez, con todo lujo de detalles. No estaría aquí si no lo recordase, ni tampoco os lo estaría contando. Por una vez, de hecho, quiero contarlo. Me ha costado muchísimo y me tiembla todo el cuerpo. Porque no debería, hay cosas que duelen y deberían ser enterradas. Y sin embargo, si esto no lo cuento temo que en efecto no se quede enterrado nunca. Quizá tengo que sentir de nuevo aquellas cosas que quise olvidar, porque solo viviendo esas emociones de nuevo puedo estar en paz conmigo mismo. No lo se. Puede, de hecho, que solo sea que soy un adicto a las sensaciones que viví tan plenamente aquella vez. No consigo olvidar. El torbellino es tan tremendo y abrumador que se me caen las lágrimas. Pero no porque fuera algo desagradable. Todo lo contrario. El amor que sentí, las palabras que dije a raíz de eso, la felicidad tan genuina de estar en sus brazos y que ella estuviera en los mios... no hay palabras en esta vida, ni en ninguna otra que puedan siquiera describir lo que mi corazón vivió ni lo que hubiera dado por conservar el tiempo para que todo durase mas. La promesa que hice tras todo aquello fue casi lapidaria y, sin saber lo que el futuro me esperaba, sigue en pie. No he podido romper esa promesa. Temo que, salvo un milagro, no pueda romperla nunca.

La luz entraba tímidamente por entre las rendijas de la persiana, delatando el hermoso color celeste de las paredes de la habitación. Una luz que iba extinguiéndose a medida que el sol caía en su viaje a remotas tierras. La oscuridad, creciente, no me impidió distinguirla en medio de la oscuridad. No podía apartar la mirada de esos ojos. No había color celeste en esas paredes que pudiera competir contra el turquesa de esos ojos ni con el dulce color de esa sonrisa. No porque fuera amplia, ya que en realidad no estaba tan abierta, sino por lo sincero que era ese sonreír. Y no se si fue la inercia o ya me había pasado antes, pero yo estaba a su vez sonriendo. Parpadeé tan lentamente que creo que lo hice porque ella no se perdiera ni un instante mis ojos. No me atrevía a tocarla. Lo estaba deseando, quería que mis manos se dirigieran a su rostro, que parecía el de un ángel, pero esa misma pureza me acobardó. Tuve muchos miedos agolpados, y hasta dudé de ser merecedor de mirar esa sonrisa. Pero ella ya había cogido mis manos con tanta dulzura que entrelacé mis dedos con los suyos. Un escalofrío me estaba envolviendo y me electrizó hasta el punto de notar las puntas de mis dedos hipersensibles. Sobraban las palabras en todo aquello, era resaltar lo obvio. Y sin embargo, sin dejar de sonreír, un "te quiero" salió al unísono. Apartó un momento la mirada, presa del rubor mientras se soltaba mis manos y me sujetaba el rostro para acercarse a mi y saborear lentamente mis labios. Habíamos perdido toda la prisa, y de nuestros labios salía el dulce sabor de la uva y de la manzana que se juntaron en nuestro aliento, unificado, mientras el mundo no importaba. Un momento tan inolvidable que si hubiera muerto en aquel instante, mi alma hubiera sin duda estado en paz con el mundo. Sus labios me atraparon durante ese instante en el que el tiempo se había parado para nosotros y siguió haciéndolo, dándome a probar el sabor de la grandeza y de la gloria.

Si todo hubiera terminado ahí, para mi hubiera sido suficiente como para hacer de esa noche algo inolvidable. Pues todos y cada uno de esos pequeños gestos, de cada beso, de cada mirada, de cada caricia, me eran motivo suficiente como para saber la verdad del amor. Solo mirarla me hacía dependiente de su felicidad, y necesitado de su bienestar. Temblé ante la idea de que las cosas pudieran ir mal entre nosotros. Ella era mi motivo para vivir y la alegría de mis versos. Deseoso de su aprobación, de su bienestar, y queriendo que notase mi calor, levanté ligeramente su camiseta para que mis manos pudieran recorrer su fría espalda. Cerró los ojos un momento, pero al hacerlo, y aún sin desprenderse de mis labios, cambió su postura y decidió que era el momento ideal para subirse encima de mi. Allí su boca, de color carmesí y del sabor de la frambuesa, daba su suavidad a la mía, que no quería perderse ni un solo instante de cercanía. La lentitud, sabia compañera de andanzas, se estaba apoderando de nuestros actos. Una débil risa, inevitable ante el torrente de sentimientos que estaban fluctuando, se escapó de sus labios. Mis manos recorrieron su espalda mientras notaba que algo nos estaba estorbando a los dos. En aquel juego de idiotas en el que nada ni nadie mas tenía cabida, nuestros cuerpos se sincronizaron para quitarnos, al mismo tiempo, la camiseta. Puede sonar egoísta, porque ni siquiera pregunté, pero si quería que mis brazos recorrieran la totalidad de su espalda, el sujetador tenía que desaparecer. Por una parte, sentí morir mi caballerosidad, creyendo, tonto de mi, que aquello era mas canallada que un verdadero acto de bondad. Pero de nuevo sus ojos me contaban una historia totalmente diferente, y clamaban por que fuéramos aún mas un todo conjunto sin dejar de ser nosotros. Nuestros cuerpos habían perdido totalmente el frío y ahora si, el calor de nuestro abrazo derribó mis barreras para siempre. Esta vez fui yo quien se aproximó a su carita, llena de expresividad y sujeté entre mis manos sus sonrosadas mejillas. Ella no se quedó quieta mientras nos fundíamos en el mas hermoso de los besos. Cremoso, tranquilo, con toda la dulzura y la tranquilidad que solo los sentimientos profundos podían procurar. Todos los nervios de mis labios se activaron mientras mi cerebro se desbarataba solo y me impelía a cometer los mas salvajes actos. Me contuve. Me contuve todo lo que pude, quería que no corriésemos, que viviéramos la noche distinto a todos los demás. Era casi espiritual, y yo sentía que estábamos volando juntos.

Ella respetó mi tranquilidad. Porque ella misma la estaba viviendo. Pero el calor de la noche estaba empezando a subir por nuestra piel, y era una mecha que no podíamos apagar. Fue por eso por lo que, cuando quise darme cuenta, mis manos estaba recorriendo la suavidad de su torso hasta posarse en las curvas de sus caderas, de donde juro que nunca podré olvidar ese tacto. Si en algún momento la creación de la divina figura femenina que tenía ante mi había alcanzado la perfección era en lo perfectas que eran para mi esas caderas dignas de todas las diosas. Jugueteé un rato, a veces sujetándolas y a veces pasando las yemas de los dedos recorriendo su piel. Ella por su parte quería recorrer mi pecho con sus dedos. Se me fueron las manos, deseosas de seguir jugando, y desabrocharon el botón de su pantalón. Una maravilla de encaje negro cubría a duras penas lo poco que quedaba ya oculto de su cuerpo. Por una parte, lo admito, me estaba sintiendo culpable. Sentía que estaba yendo demasiado deprisa y que corría el riesgo de perderla, pero sus ojos, sus labios, sus manos, su candor... todo me pedía que por favor siguiera. ¿Cómo iba a resistirme a ella, que era por quien quería seguir vivo? Lo había comprendido. Yo podía negar todo, pero ella me deseaba tanto como yo la deseaba a ella, como deseaba a sus caderas divinas, a su pecho salido de un ensueño, a esas piernas perfectas y sensuales, a cada uno de sus hermosos gestos de mujer enamorada. Yo me menospreciaba. A su lado yo era nadie, una figura horrenda en el país de las maravillas. Pero ella me pedía seguir a su lado. No habló, no dijo una sola palabra, pero yo había entendido todo. Besé su cuello mientras mis manos bajaban un poco más, sin prisa, a la curvilínea perfección de sus nalgas. Apreté, deseoso de ese tacto, mientras notaba su aprobación en el modo en el que se agarraba a mi espalda. Mordí entonces. Mordí con suavidad, con ternura, con deseo, ese cuello delicado y sensual, y noté un par de gemidos. No me bastó. Volví a morder, un poco mas fuerte, y luego un poco mas, y mas aún. No quería hacerla daño. Pero todos los sonidos que salían de esa garganta eran un deseo inagotable, una propuesta sin pausas ni miedos. Si ella había reunido valor, si ella lo estaba deseando, si quería seguir hasta donde tuviéramos que llegar, que así fuera. "Te necesito" dije en su oído mientras ella, que miraba al cielo, bajaba su mirada y me respondía. "Y yo a ti, mi amor". Tenía que hacer mas por ella. No era suficiente. No podía ser suficiente. Besé su cuello pero esta vez los besos iban bajando, poquito a poquito, sin prisa, hasta que mi boca, coqueta, llegó hasta su pecho y empezaba a ralentizar la velocidad a la que mis labios se movían. Que lo sintiera, que disfrutara de ellos, de estos labios malditos que ahora eran suyos y con los que podía hacer lo que quisiera. Necesitaba mas. Pedía mas. No me podía negar ni lo haría nunca. Deslizándose casi, mis labios llegaron hasta un pezón. Primero fue un beso, delicado y sensual. Luego mi lengua decidió salir a pasear, inquieta y necesitada del cariño que su igual ahora mismo no podía darle, y luego, cuando ya sobresalió lo suficiente, fueron los dientes quienes quisieron unirse. Suaves, sin hacer presión, tranquilos. La tumbé a mi lado. No porque no quisiera seguir sujetándola ni porque quisiera alejarme de sus caderas, sino para que el sentimiento se hiciera mas delicioso cuando, de manera irremediable, me tocas volver. Desatados como empezábamos a estar, ella me pidió que termináramos de desnudarnos, y nuestros cuerpos quedaron así a merced del suave aire acondicionado que refrescaba, como bien podía, el calor de nuestros cuerpos. Antes de seguir, me detuve a observarla. Me emocioné. No fui consciente de lo muchísimo que tenía hasta que pude ver como la persona que me amaba, con la que me estaba uniendo en tan magnífico momento, era de una belleza sin parangón, divina hasta el punto en el cual no encuentro palabras para describir lo mucho que me hubiera quedado observándola.

Pero ni ella ni yo queríamos algo tan contemplativo. No aún. A medida que caía la oscuridad yo lo veía todo muy claro, así que mientras una mano y mi boca se entretenían, dulces, en su pecho, la mano sobrante no quiso decepcionarla y bajé por su vientre y sus caderas hacia el lugar en el que confluyen todos y cada uno de los placeres de su escultural cuerpo, y con la mayor de las suavidades, recorrí todos y cada uno de los rincones de ese punto, una y otra vez, en un círculo sin fin mientras sus gemidos crecían en intensidad. El momento se me hizo delicioso al punto en el que comprendí que tenía que volver a posar mis labios en los suyos y atrapar su aliento. Lo necesitaba como quien necesita el agua fresca en mitad del desierto de día. Mi dulce compañera, mi amada, mi luna en el cielo, mi reina, quería todos y cada uno de los placeres de nuestro amor, y mientras mi dedo corazón deleitaba su hambre de pasión, ella asía en sus manos mi vara, que erguida estaba sin posibilidad de reblandecer, y empezaba a mecer, una y otra vez, en curiosa carrera por comprobar quien de los dos encontraría el camino al cielo primero. En cierto orgulloso modo, de una manera que no supe medir, sonreí emocionado al comprobar como entre los gemidos de ambos, su pulso se aceleró sobremanera y me pidió parar con éxtasis. No se de donde saqué las fuerzas, pues creo que nunca antes mis palabras alcanzaron tal grado de sentimiento cuando dije "Pero mi amor, si aún no hemos empezado". Rió suavemente mientras mi boca bajaba, dando algún beso de vez en cuando, por su pecho desnudo, luego por su vientre, y entonces me desvié. Sin prisa, no hacía falta correr. Besé sus muslos, sus caderas, mordí alrededor, de toda el área, hasta que por fin, mi lengua se deslizó por el lugar en el que mi dedo había estado anteriormente, saboreando el círculo sin fin del sabor del santo grial y de la ambrosía. Ella temblaba, camino como estaba del paraíso y sus virtudes. Y yo, que era su mas humilde siervo, que hubiera dado en ese momento todo por ella, estaba intentando llevarla a ese lugar. Así que no me conformé con la situación y mi mano izquierda subió por su cuerpo hasta llegar a su pecho, y su mano derecha se introdujo por el lugar por el que todos hemos salido alguna vez, si bien la intención era otra. El ritmo no bajaba. Subía y subía mientras yo, sin poder de todas formas compararme con ella, estaba deseoso y lleno de lujuria. No tenía prisa. Mi amor quería mas, y tendría todo lo que me pidiera porque estaba decidido. Su cuerpo tembló una vez mas cuando, deseosa de culminar este viaje a las estrellas, me pidió que nos uniéramos definitivamente.

Nunca olvidaré, por mucho que quisiera, la visión de nuestros cuerpos, pegados el uno con el otro, ardientes y poderosos, frente a aquel espejo, y se que ella tampoco lo olvidó, porque nuestras palabras solo eran de alabanza para con el otro. Ella para mi era la mismísima encarnación de una diosa del amor mas profundo y yo era esa clase de sueños que no se pueden nunca palpar, pero que ahora, unidos por el amor, no queríamos que el tiempo tuviera cabida. Aceleré, a pesar de la poca necesidad de hacerlo. Se giró para mirarme mientras sujetaba sus caderas de miel y perfección. "¿Cómo puedes aguantar tanto?" me preguntó alucinada. No lo se. Nunca lo he sabido. Lo único cierto en aquel momento era que si yo hubiera parado, me hubiera decepcionado a mi mismo, porque no hubiera dado todo lo que quería darle a ella. Y ella era todo para mi. Antes de dormir, pensaba en ella, en sus ojos, en su sonrisa tierna y soñadora, en lo bonita que iba siempre se pusiera lo que se pusiera y en lo agradable que era hablar con ella. Quería que ella no se sintiera decepcionada conmigo, que viera que yo, a mi modo, también merecía la pena en algún momento. Y mi reacción fue seguir y seguir, notando cada una de las paredes de su vagina cerrándose sobre mi mientras no quería parar y ella no quería que parásemos. Comencé a besarla la espalda, con suavidad y ternura, mientras reducía el ritmo. Merecía la pena hacerlo si con eso daba una muestra mas de lo muchísimo que quería que el momento no acabara nunca. Juraría que la oí reír. Como se moría porque nos pudiésemos besar, decidió cambiar las tornas. Esta vez yo estaría tumbado mientras ella se sentaba encima y continuaba. Era perfecto. Yo podía agarrarme al ensueño de sus caderas mientras ella buscaba mis besos en un vals perfecto. Una lágrima se deslizó por mis ojos al tiempo que unas gotas empezaban a caer sobre mi mejilla. No se cuanto tiempo estuvimos ambos llorando, pero nada nos interrumpió mientras lo hacíamos, mientras la calidez de nuestros ojos nos permitía decirnos lo que no se expresa bien con palabras. Y tras ello, pude notar como sus gemidos crecían en intensidad, al igual que los mios, y nuestro ritmo se aceleró. Sus caderas empezaron a trazar movimientos mas amplios y ambiciosos a medida que, temblando los dos, consumidos por un placer inimaginable, solo alcanzado por las criaturas que viven mas allá de nuestras dimensiones, llegábamos al unísono al final de este concierto juntos, en perfecta harmonía.

Ella se apartó tras ello y se arropo entre las sábanas. Para mi, en mi conciencia, había una cosa mas que hacer. Me giré para rodearla con mis brazos y poder dormir, al menos durante un rato, junto a ella. Era mi amor, mi tesoro, mi cielo estrellado. Era de noche y no quería perderla. Así que la di aquel abrazo, tierno y cálido, y la susurré al oído que la necesitaba. Ella me susurró a mi que siempre estaría conmigo.

jueves, 23 de enero de 2020

El laberinto (parte 2)

Todas las miradas se centraron el Víctor, mas aún si cabe, tras aquella afirmación. Las preguntas, a pesar de estar en boca de todos, no salían de los labios de nadie, congelados como estaban en ese momento extraño y perturbador.

- Si, no se por qué os sorprende- dijo Víctor en ese instante en el que la locura ya supera a la razón y la reacción es casi el humor, inevitable salvavidas ante el abismo que se cierne- Me conocéis. Sabéis todos de mi terror a las imágenes religiosas. Al menos a las que ostentan el suficiente realismo como para asemejarse a un humano.
- Pero a ver, que yo me entere- dijo Roberto- ¿Dónde has visto ese sitio?
- He estado allí. Al principio solo era una pesadilla, pero he acabado estando.
- Pero tu no has desaparecido tanto tiempo como David- dijo Bauty- Tu de hecho has estado mas en contacto con nosotros y hasta has podido ir a casa de David.
- Si, pero no se decir cuanto tiempo he podido estar allí.- añadió Víctor con los ojos enrojecidos, sin que ninguna lágrima pudiera salir de sus ojos- Y no era algo tan vivido como lo que ha pasado David
- Cuéntanos en detalle, por favor.- pidió Elisabeth, viendo como los pocos retazos de cordura de su amigo se estaban colando por el sumidero.

La primera vez que tuve siquiera idea de aquel lugar de mis pesadillas fue en efecto dentro de una. Una de esas que cuando te despiertas crees firmemente haber vivido algo con absoluta certeza. Y no se parecía al lugar donde David estuvo, aunque en esencia es lo mismo. Esta vez, el ominoso laberinto tenía paredes de negro marmol llenas de nichos. Era como un gigantesco cementerio con paredes curvadas y sobrias. Sin bóvedas ni elementos góticos. Pero con ese olor a cirios y a incienso tan característicos. No recuerdo por qué estaba allí en el sueño, ni siquiera los motivos que me impulsaron a seguir adelante, pero recuerdo con la suficiente claridad las flores, frescas y olorosas, y también mi incesante búsqueda de un nicho en concreto. Caminé en ese sueño hasta encontrarla, y al hacerlo me di cuenta de algo, y es que no conocía el camino de salida. Y entonces tuve la sensación. Ojos que miraban en la oscuridad mas profunda, penetrando en mi temor en el horrible sueño en el que me encontraba. Recuerdo todos y cada uno de los momentos en los que sentí como era presa de un miedo indescriptible mientras, en aquel onírico laberinto vi a una mujer menuda, engalanada en oro, con velo en negro con encaje blanco mirando a no sabremos nunca qué dirección o si miraba en dirección alguna siquiera, con pavorosa mirada que no era de este mundo ni de cualquiera en el que haya una lógica.

Quizá esto no os resulte tan terrible como me estaba a mi resultando, pero tenéis que entender que me producen un pánico terrible. A los 6 años de edad, en Medinaceli, me encontré de frente con el nazareno que allí se encuentra. Y no se si es por su horrible expresión de dolor en aquel tono de piel negruzca, el cabello natural o esos ojos vacíos lo que hizo que corriera en dirección contraria. No hay escultura similar que haya podido resistir. Como si de feroces autómatas sedientos de mi se trataran, he sentido ese temor primitivo que me aleja de toda racionalidad en mi búsqueda de una salida que me aleje de semejante monstruosidad de madera policromada. Lágrimas caían de mis ojos mientras de mi voz inmaculada surgía el sonido natural del terror en estado puro. Mi madre era incapaz de saber lo que estaba pasando, pero mi padre, al ir a observar, supo de lo que se trataba con un único vistazo y me acompañó fuera. Olvidé ese momento, naturalmente, ya que era un niño y no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo. Pero pronto, mis miedos volvieron a aparecer, pues este tipo de figuras forman parte del patrimonio cultural de la península. Mis padres y yo hemos recorrido todos los rincones de esta, y hemos encontrado en sus rincones oscuros secretos escultóricos que han provocado en mi horribles sensaciones de las cuales aún no me he podido reponer. Mi madre, queriendo que superara mis temores, me mentía. Siempre entraba en las iglesias y catedrales antes que yo y me decía que no había nada. Y aunque en este momento no dudo de su buena intención, eso solo alimentó mi desconfianza y mis miedos.

Pero si hay una vez que una de esas experiencias me ha parecido totalmente aterradora esa fue mi visita a la localidad portuguesa de Mafra. Este lugar es conocido por su palacio, construido casi en su totalidad por marmol blanco. De colosal estampa y con esculturas imponentes en su entrada, tiene también una iglesia acorde a esta arquitectura. De estilo neoclásico, este lugar derrocha opulencia por todos lados, y su asombrosa estampa contrasta con una oscuridad interior apenas perturbada por la escasa luz que entra de algún indistinguible ventanal. Y una vez mas, yo, en mi explorador afán por desentrañar los secretos que encerraba ese lugar, tuve que encontrarme frente a frente con aquella espantosa forma que se desdibujaba en la oscuridad. Sosteniendo una cruz de madera, unas manos marrones se fundían en una túnica morada con dorados y encaje. Largos cabellos negros como las alas de un cuervo salían de entre la madera policromada que tenía por cabeza y su expresión, sombría y agonizante, llegaba hasta mis mas profundos rincones, activando un instinto primitivo de supervivencia y moviendo todos mis músculos en dirección opuesta a donde se encontraba. Tenía yo la ventaja. Él no podía moverse al menos, y no me cogería si salía corriendo. Así lo hice mientras mis padres no entendieron lo que acababa de pasar.

He tratado de luchar contra este miedo que me atenaza pero no puedo. ¡Y lo he intentado! He racionalizado, he pensado en que solo son esculturas, que no pueden moverse ni actuar por cuenta propia, que no pueden dañarme, ¡Pero no puedo! Está omnipresente, perpetuo, y cuando parece que ha desaparecido es solo para acechar como un depredador, agazapado en la hierba esperando a que no me descuide.

Y pronto, tras aquel encuentro en mis pesadillas, cuando creía que estaba a salvo, aquel metafórico águila desplegó sus alas para atraparme y envolverme en la mas asfixiante de las realidades. Estaba en Madrid, paseando por la calle Mayor, habiendo dejado la plaza ya atrás, cuando decidí acercarme al barrio de La Latina. La noche lo envolvía todo, y el agradable alumbrado mortecino de algunas callejuelas le daba al ambiente ese toque atractivo y emocionante que solo esas horas del día pueden proporcionar. Como una amante sin prisa y cargada de sensualidad, la noche madrileña me atrapó con su candor, acariciando mi espíritu a medida que de bar en bar y de vino en vino sentía como el frió viento me atrapaba en sus redes. Estaba desatado. Cantaba al aire sin importar quien me escuchase, si es que acaso lo hubiera hecho alguien. Reía mientras pensaba en todas las buenas sensaciones que me estaban embargando. En las garras de aquel delirio en medio de las calles de Madrid, no había alma alguna que perturbara mi bienestar. Ni siquiera la luna, plateada sobre un negro cielo, estaba mirando, ajena a mi momento, solitaria en un firmamento que no se atreve a brillar. De tanta alegría brindé mi caminar, que quizá por humor o por aquel momento en el que sentí invencible, me encontré en un lugar de blanca piedra, con enrejados. No recuerdo ni como llegué allí, y le eché después la culpa al vino, alterador de mi conciencia, pero el caso es que ya estaba ahí metido, en aquella oscuridad sin nombre, rodeado de blancas paredes y de rejas de frio acero. A pesar de estar resfriado, pude oler el incienso, dulzón como el que cualquier parroquia o catedral pudiera tener. Y ante mis incrédulos ojos pude ver como los cirios, anteriormente inexistentes y apagados, se encendían a mi paso mientras caminaba en medio de aquella confusión que empezaba a mermar mi confianza. Apreté el paso ante aquellas paredes encaladas e imponentes esperando para mis adentros que los ruidos que empezaba a oir fueran solamente parte de mi imaginación, y creyendo que si me movía lo suficiente podría encontrar una salida. Pero solo encontré montones de callejuelas, como si estuviera en un pueblo en miniatura, techado pero laberíntico, del cual no podía saber la salida. El silencio, casi inquebrantable, se cortaba por mi respiración acelerada y mis pasos, ahora ya preocupados. No encontraba sentido. ¿Cómo estaba allí? Esa pregunta me atormentó durante todas las largas horas que creo que estuve allí. Acaso fueran o no horas es algo que ni se ni podré saber nunca. O al menos espero no saberlo. En fin, que empecé a caminar tratando de encontrar la salida, y ya ni siquiera era consciente de donde estaba. Si el vino seguía afectándome o por el contrario el exceso de nervios había hecho que mi cuerpo lo contrarrestara es también otro misterio. Porque de todo lo que vino después tengo una imagen muy lúcida y no puede haber alcohol en el mundo que me impida saberlo. Había una sombra ante mis ojos. Una figura en la oscuridad que hizo que tuviera un clavo al que aferrarme en aquella confusión. Pero empezó a correr en cuanto supo que la estaba mirando. Eché a correr, movido por el miedo y la necesidad, queriendo salir de aquel atolladero en el que me encontraba. Dobló varias esquinas, no se como pude seguirla porque la distancia que había entre nosotros parecía no recortarse mucho. El caso es que tras un rato intentando seguirla, mi corazón me empezó a pedir una explicación y tuve que parar para recuperar mi pulso normal, sintiendo los latidos como si se me fuera a salir o peor aún, que no pudiera recuperarse y todo terminase. Suena exagerado, pero ese es otro temor que tengo.

Ante la insignificante luz de los escasos cirios que se dejaban en el camino, me detuve para observar, de una forma mas reflexiva, lo que tenía. Un techo abovedado con faroles de acero pintando en negro, en cuyo interior había velas que desprendían la poca luz que se podían permitir, anaranjada, tibia, casi mas para enunciar una presencia que para mostrar iluminación. Intenté no detenerme una vez recuperado, pero consciente de que no debía seguir a nadie, y confuso ante la duda de qué podría ser la sombra. Era para mi obvio que los cirios estaban derritiéndose, pero solo porque su aroma estaba manchando el frescor de un aire enclaustrado y olvidado por mucho tiempo. Mis pasos resonaban solitarios en aquel lugar que parecía no tener ni principio ni fin y que me hizo empezarme a plantear la naturaleza esquiva de aquella pesadilla barroca y espantosa en la que me encontraba despierto. No pude, llegado un punto, dejar de asociarlo con aquella pesadilla que tanto me estremeció en la noche anterior. Y deseé con todo mi ser que no hubiera relación alguna. Me negué a mi mismo la posibilidad varias veces, queriendo sostener esperanza, y sabiendo que era inutil siquiera el gritar y pedir auxilio. Estaba solo. Ningún otro ruido que no fuera los que yo producía enturbiaba el silencio desesperanzador de aquellos callejones. Durante un instante me recompuse y seguí caminando con renovado espíritu, deseando que mi sola fuerza bastase para salir de allí. No podía, aún así, evitar sentir un escalofrío al pasar cerca de las zonas enrejadas, no iluminadas por la luz de los cirios mas que un breve fragmento que no mostraba en absoluto nada que me fuera a dar una idea de lo que allí se encerraba. Me dije a mi mismo que no habría nadie. Que eran parte de una decoración mas, sobria pero imponente. Cualquier cosa que te menciones te ayuda a seguir si la racionalizas de la manera adecuada. Sin embargo hay una cosa cierta por sobre todas, y es que de la verdad no puedes huir eternamente. Una vez la conoces, te acaba alcanzando. Y tras mas idas y venidas por aquel lugar de espanto, en la mas completa de las soledades, pude oir el tañir de una campana. Fue un sonido atronador que hizo que diera un grito de sobresalto y mirase con desesperación a todo a mi alrededor, esperando que tras él sucediera algo impio y malévolo. Lo malo de todo esto es que no sucedió nada. Porque si hubiera sucedido al menos sabría que había tenido razón en algo, y eso me hubiera ayudado a consolidar mis ideas, pero el campanazo no sirvió de absolutamente nada. Con un creciente temor, desconcertado y rezando por dentro que esa pesadilla llegase a su fin, dieron mis pasos con un lugar central. Esta parte era una pequeña plaza con un pozo en su centro, todo encalado de blanco. Me acerqué a este y pude ver que tenía en sus aguas reflejadas las estrellas de un firmamento que, como me estaba dando cuenta por toda mi estancia allí, no podía ser real. A este punto ya no supe bien que hacer. Porque sin duda alguna era una perversa alucinación en la que me encontraba atrapado por un motivo que me era desconocido.

Por inercia seguí caminando por entro los oscuros callejones de aquel paraje salido de la mente de un loco, temiendo que el corazón se me fuera a salir del pecho entre la angustia y la ansiedad. Me alarmé demasiado cuando a mi alrededor pude oir ruidos. Montones de crujidos procedentes de todas partes, algunos sonando rápidos y otros lentamente, muy lentamente. Era solo el principio. Los enrejados, aquellos que decoraban los pasillos, estaban abriéndose, revelando ante pálidas luces de los cirios, su interior, o al menos parte de él. Enormes figuras de madera policromada, con ropajes barrocos de seda, encaje, con colores oscuros y aureolas de oro incrustadas en sus cabezas, espadas en sus corazones, y maderos en sus hombros, desfilando al unísono en un baile invisible en medio del cual estaba yo, observando con angustia todos y cada uno de los detalles horribles de sus tallas.

Empecé a huir, pero era en vano. No porque fueran rápidas, sino porque daba igual a donde fuera. El pelo natural que poseían era una completa burla a la vida, a la razón, a la mas mínima de las lógicas, y su expresión doliente se clavaba en la poca valentía que había podido reunir mientras se acercaban sin que nada ni nadie pudiera detenerlas. Manchas de sangre, ojos que no tienen orientación, autómatas estáticos ahora en movimiento en un paisaje del que no se puede escapar...


Para cuando terminó esta parte, Víctor era un matojo de nervios, lágrimas y sudor que nadie pudo parar por mucho que lo intentamos. Incrédulos pero teniendo fe en sus palabras, nos abrazamos a él para que parase, pero no había consuelo alguno. Así pues, le dejamos terminar.

- No recuerdo como pude salir.- dijo Víctor mirando a la mesa- Lo que si recuerdo es que estaba en mi casa. No quise dormir después, y quise olvidarlo todo, dejarlo como un momento aislado. Pero ese laberinto existe. Existe y estamos todos vulnerables a caer en él en algún momento. De un modo que no soy capaz de comprender, me siento responsable, pero no se ni cómo ni cuando podrá esto terminar.

Tras ello, algunos se quedaron para ayudar a Víctor a volver a casa. No podremos nunca olvidar su expresión marcada por el dolor y el llanto, y no sabemos hasta que punto le ha afectado el relato de David. Pero si su propio relato es cierto, Víctor va a tardar muchos años en recuperarse de ese terror atenazante que tiene hacia el lugar conocido como El Laberinto.

Es un día trágico, como he dicho. Pero por lo menos, mientras termino estas líneas, el aire trae un aroma dulce, y mañana será otro día.

martes, 21 de enero de 2020

El laberinto (parte 1)

12 de Febrero

Es un día trágico. Escribo esta entrada en mi diario con la poca esperanza que tengo en que las cosas puedan retornar a un punto en el que sentirme tranquila pero por lo vivido hoy estoy segura de que eso no va a suceder. No de momento. Y no se cuando, en realidad. Cuesta muchísimo hacerse a la idea de que las cosas volverán a su punto de normalidad, así que obviamente tratar de imaginarse que las cosas van a ir bien es de locos.

Porque a pesar de todo, no se lo que ha sucedido, y no puedo alcanzar a entender el horror, barroco y exagerado, que ha llevado a Víctor a convocarnos hoy. Eso es lo complicado. Es una situación horrible, y él trata de mostrarnos lo que le sucede, pero es algo que mi imaginación no puede o no quiere desentrañar. Quizá para evitar verme como testigo de tales cosas. Pero puedo jurar que nunca he visto a alguien tan destrozado, tan llevado al extremo de su racionalidad como Víctor. Su mirada, su tensión al gesticular, sus miradas a la mas absoluta nada.

Hoy, hacia el mediodía, Víctor nos envió un mensaje. Había ido a ver a David, quien por fin había vuelto, tras muchos días, a casa. Por supuesto esto no sonaría demasiado alarmante ni aliviaría a la gente si no hubiese sido porque David lo que estaba era desaparecido. Su paradero en esos días fue desconocido hasta el punto en el que había sido denunciada su desaparición. La búsqueda fue muy exhaustiva y no dejó lugar a la duda, se había esfumado, sin dejar rastro. Ni sus padres, ni Sandra, ni sus familiares, ni sus amigos... nadie sabía dónde estaba. Por eso, la visita de Víctor arrojó un rayo de esperanza sobre todos nosotros, quienes al igual que sus familiares ansiábamos noticias frescas. Así pues, y consciente de ello, Víctor nos envió el mensaje. Quería que fueramos al Parnasillo del Principe, en Madrid, junto a la plaza de Santa Ana a eso de las 18:00, que él ya estaría por allí. Todos le hicimos preguntas. Pero no respondió a nada. Ni a los continuos mensajes preocupándose, ni a las direcciones para llegar... nada en absoluto. Preocupados pero confiando en las palabras de nuestro amigo, los que pudimos nos preparamos y fuimos a su encuentro. La confusión hizo que algunos fueramos antes que otros, pero en efecto allí estaba. Sentado en la mesa, con una Paulaner recien empezada y con los ojos perdidos en el horizonte mientras nos veía entrar uno a uno.

Un aire cargado e incómodo se estableció ante nosotros a la luz de las pobres lámparas que estaban encendidas en el rincón mas lejano del bar, y por un momento lo único que hicimos según llegamos fue sentarnos junto a él y pedir otras bebidas. Nadie hizo ni una sola pregunta, y de hecho, los saludos se los iba reservando para cuando pudiéramos estar los necesarios. La mirada de Víctor era difícil de describir. Poca de la alegría que le caracterizaba quedaba en él. De aquella figura cercana, paternal, incluso cariñosa, solo quedaban los despojos sombríos de un escritor que había tomado demasiado opio o se había hartado de absenta. Su rostro, enrojecido por el eccema, denotaba un envejecimiento inusual en su caracter, que solía ser juvenil y lleno de vida. Su postura recordaba mas a la de un búho encorvado que a la de una persona normal. Todos y cada uno de nosotros nos dimos cuenta de que no estaba bien. Desde Alex hasta Roberto, pasando por Elisabeth, Yoa, Bego, Bauty, o incluso Amanda. Pero no dijimos nada. No nos atrevíamos. Una sensación de angustia se había apoderado de nosotros mientras el camarero nos traía las cervezas.

- Bueno, gente,- arrancó Víctor por fin- como bien sabéis, hoy he ido a ver a David.- Si había algo que preocupara a Alex de todo lo que acababan de ser testigos hasta el momento, era la velocidad en la que Sigurd se había terminado la cerveza. Y mucho se temía que en efecto no fuera ni la primera ni fuera a ser la última- Como estoy seguro, habréis notado que las cosas no han ido para nada como esperaba. Temo que no vuelva a ser el mismo. Temo, de hecho, que nunca mas ninguno de los dos volvamos a ser los mismos- De sus ojos empezaron a caer lágrimas casi silenciosas pero inevitables a medida que sus ojos se enrojecían. La falta de sollozos hizo que fuera todo aún mas confuso- No vamos a poder volver a serlo.

Nos arremolinamos a su alrededor para tratar de abrazarle, pero a pesar de nuestro buen hacer, Víctor no paraba de temblar, hasta el punto en el cual nos pidió que por favor volviéramos a sentarnos. Para ese momento ya estábamos todos con los nervios a flor de piel, contagiados por la locura que flotaba en el aire y cuyo portador no paraba de transmitir con su sola presencia. Prosiguió con su relato:

Entré en esa casa ya con temores. Porque ya ante de ir, Sandra me había llamado llorando. Y cuando crucé el umbral, creo que no he recibido un abrazo mas angustioso que el que me dió. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, no pudo ni especificarme. Mi temor se hacía mayor a medida que Sandra me conducía hacia el cuarto de David, en el cual estaba, tumbado en su cama, con ojos vacíos, como si mirase a kilómetros esperando una señal que nunca llegaba. Le intenté saludar y le pregunté qué era lo que le pasaba. Pero le costaba incluso hablar. Tardé un mínimo de media hora en el que me preguntó cómo era posible que todo hubiera sucedido. Pero el caso es que como ni siquiera yo sabía de lo que me estaba hablando, no le quedó mas remedio que empezar. Trataré de contar esto lo mas fielmente que pueda.

Hace tres semanas, David estaba regresando de una conferencia. Ya sabéis que es un gran amante de la política, y aquella tarde iba a Madrid a escuchar aquella ponencia sobre la izquierda y su postura ante la historia de España. Fue esa noche en la que desapareció. Estaba volviendo a su casa cuando, sin saber ni como, el metro Opera cambió. No sabe ni como ni por qué, ni cuando, tanto desconocimiento le hizo incluso pensar en si era víctima de alguna sustancia o del mismo alcohol, pero no había bebido, y tampoco se había drogado de ninguna manera. Pero cuando quiso darse cuenta, el dulzón olor de los cirios y el incienso había llenado el ambiente. La poca luz que había impedía siquiera poder distinguir personas, pero no hubiera importado, ya que no había ninguna. Las paredes habían cambiado también, y había piedra por todas partes. Era la misma sensación que la de unas catacumbas, claustrofobica y asfixiante, pero había surgido de la nada. Gritó, pero nadie le respondió. Intentó retroceder, pero solo había frías paredes de piedra que le impedían el paso. Para aquel instante la agonía empezaba a tomar forma, pero no era sino el principio. Restaba ya avanzar y observar qué era aquel lugar y por qué estaba allí. Así que se decidió a avanzar, rompiendo aquel silencio solamente sus pisadas y su respiración. Nervioso pero queriendo tomar consciencia, pudo ver que el estilo del lugar a veces le recordaba al románico, y otras al gótico. Recorrió una galería y para mayor horror se dio cuenta de que solo acababa de empezar su marcha. Había una bifurcación. Así que tomó el camino de la izquierda y siguió caminando. No era distinto en casi nada a la anterior galería. A tal punto que dudó siquiera de si el camino que había tomado era otro o simplemente había vuelto atrás. Yo tampoco se bien si eso fue lo que hizo. En fin, que siguió caminando, y tras varias decisiones, pudo darse cuenta de que estaba en un extrañísimo laberinto, lleno de cirios, incensarios y con un silencio demasiado sepulcral. Había por fin llegado a un punto ciego cuando se dio cuenta de que algo, sigiloso entre la oscuridad le estaba observando. Una mirada inerte y estática en su dolor se había clavado en la figura de David, una vestida de encajes, de colores blanco y negro, todo de encaje, encorvada pero con esa belleza que transmiten los torturados y los que han perdido todas las ganas de sentir. Tenía clavadas varias espadas, siete para ser concretos, en su corazón, y sus manos se dirigían impertérritas hacia adelante. Lo único visible en ese cuerpo, aparte de las manos, con ese brillo antinatural, era su rostro. Un rostro perdido entre lo humano y lo macabro, una faz que no es posible describir sino como un burdo intento de creer que esa aberración esculpida pudiera tener algo que ver con una persona alguna vez. Y le estaba mirando. Gritó David espantado ante la mirada ominosa de esa escultura, sacada del material del que se hacen las pesadillas, y salió corriendo. Tras un par de calles en ese oscuro lugar, pudo por fin recomponerse y tratar de racionalizar. Era solo una escultura, una imagen procesional, la cual pegaba perfectamente con todo lo que allí estaba. Pero era extraña en el sentido en el que lo es encontrarse también en un lugar como ese, y además ni siquiera la tenía localizada, o eso cuenta él. Apareció, en palabras del propio David, de la nada.

Pero mucho se temía, el horror acababa de empezar. Es en este punto en el cual cuesta distinguir el delirio, si es que lo anterior no lo parece, de la realidad. Porque a pesar de aquel momento de recomposición, David tuvo tiempo para darse cuenta de que estaba perdido en aquel laberinto, que no podría salir fácilmente, y que, además, notaba extrañas miradas, presencias entre la oscuridad que los cirios no llegaban a disipar, y que al doblar cada esquina, cada rincon, o al darse la vuelta siquiera, podría encontrarse con desagradables sorpresas. Pensó con mente fria. Eran solo esculturas, se dijo, y trató de aferrarse a esto con todas sus fuerzas. La siguiente que se encontró tenía la tez morena, y estaba envuelta en una túnica. Su expresión, de un dolor indescriptible, resaltaba por entre el breve espacio de la capucha en el que se podía ver su rostro, por lo demás cubierto. Sus brazos estaban, en principio, estáticos hacia abajo. Digo en principio porque, no sabiendo si es por la sensación de horror que sintió, creyó por un instante notar que estaban subiendo ambos. Peor aún. Sus sospechas fueron a peor cuando vió que aquella figura se estaba desplazando, lenta e inevitablemente hacia donde él se encontraba. Gritó a pleno pulmón mientras trataba de correr, pero estaba perdido y a cada paso que daba se notaba al borde del terror absoluto. Una mente tan brillante, tan racional, tan sensata, estaba siendo acosado por algo que no era capaz de explicar, con imágenes estáticas en movimiento, con grotescos monstruos de madera que ahora le perseguían con lentitud pero rastreando sus pasos y su respiración.


- No recuerda mucho mas. Creo que fue en algún punto de todo eso cuando perdió la cordura, acosado por el miedo y la desesperación al ver que no había salida en ese espantoso lugar- dijo Víctor mientras pedía otra cerveza y hacía una pausa en su relato.
- Joder, colega- murmuró Roberto, que no pudo seguir bebiendo tras oir aquello
- Pero Víctor- añadió Elisabeth preocupada- Lo que nos has contado le ha pasado a David. ¿Por qué estas tan afectado?
- Si, se te nota a ti casi tan afectado o mas que él- añadió Bego
- Y estas bebiendo rápido- añadió Alejandro- Cosa que no es tontería, porque tu no bebes a ese ritmo. Estas visiblemente muy mal

Víctor se tomó otra pausa y no prestó atención a la Paulaner que acababa de llegar. Respiró profundamente y tragó saliva.
- Es que yo ya conozco ese lugar...